viernes, enero 26, 2007

Diario de clase

Ante la proximidad del parcial de febrero, comunicamos a los alumnos que entre hoy viernes y la próxima semana se terminará el tema V (La prensa política durante las revoluciones burguesas), que será materia de examen junto a los temas II, III y IV. Aprovechamos también la ocasión para recordaros que el examen de la asignatura es el miércoles 7 de febrero a las 15:30 horas. Mucha suerte y mucho ánimo

El asesinato del periodista turco-armenio: Noticia y editorial publicados en El País

J. C. SANZ / AGENCIAS - Madrid / Estambul
EL PAÍS - Internacional - 20-01-2007
"Han disparado contra la democracia y la libertad de expresión". Sombrío, el primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, compareció ayer con estas palabras ante las cámaras de televisión para condenar el asesinato del periodista Hrant Dink, uno de los principales líderes de la comunidad armenia en Turquía. Dink, de 53 años, fue atacado por un desconocido que le descerrajó tres tiros a las puertas de la sede del semanario Agos, la revista bilingüe que dirigía, en el centro de Estambul. "Quienes me amenazan son los principales interesados en que Turquía no se aproxime a la Unión Europea", declaraba a EL PAÍS el pasado junio Dink, poco después de uno de sus numerosos juicios por defender la existencia del genocidio armenio de 1915. "Somos muchos los que nos resistimos en Turquía a seguir viviendo en la mentira", dijo entonces Dink. Al igual que otros intelectuales que se atrevieron a cuestionar los tabúes establecido por el régimen fundado por Mustafá Kemal, Atatürk, en 1923 -como el último premio Nobel de Literatura, Orhan Pamuk-, el periodista Hrant Dink se había convertido en uno de los principales objetivos de la ultraderecha turca, radicalmente opuesta al proceso de incorporación de Turquía a la UE abierto en 2005. En los escuadrones nacionalistas, los temidos Lobos Grises que ensangrentaron el país en sus enfrentamientos armados con los grupos de ultraizquierda antes del golpe militar de 1980, surgieron figuras como Mehmet Alí Agca, que atentó contra Juan Pablo II en 1981 y que hoy permanece encarcelado en Estambul.El cuerpo sin vida de Hrant Dink quedó tendido sobre la acera, cubierto por una sábana blanca, a la puerta de la sede de su revista, en el céntrico distrito de Sisli de la parte europea de Estambul. Su asesino le disparó casi a bocajarro dos tiros en la cabeza y al menos un tercero en el cuello poco después de las tres de la tarde (las dos, hora peninsular española). Varios testigos identificaron al autor de los disparos como un joven de unos 20 años vestido con una cazadora vaquera y con la cabeza cubierta por una gorra blanca. "Disparo contra los no musulmanes", gritó antes de darse a la fuga.
La policía turca detuvo ayer a tres sospechosos en relación con los asesinatos. Varias decenas de personas se concentraron ante la sede del semanario Agos con gritos como: "El Gobierno asesino tendrá que rendir cuentas".
"Las balas iban dirigidas contra la democracia y la libertad de expresión. Condeno las manos traidoras que están detrás de este crimen", afirmó en una conferencia de prensa el primer ministro Erdogan en Ankara dos horas después del asesinato de Dink. "Es un ataque contra nuestra paz, contra nuestra unidad y estabilidad", reconoció el islamista moderado Erdogan, quien se comprometió a esclarecer los hechos. Los ministros de Interior, Abdelkader Aksu, y de Justicia, Cemil Çicek, fueron enviados inmediatamente a Estambul para dirigir las investigaciones sobre el asesinato del periodista turco-armenio. En un primer momento, el primer ministro turco informó, sin dar más precisiones, de la detención de dos sospechosos cerca del lugar donde Dink fue tiroteado, pero los dos quedaron en libertad tras ser interrogados por la policía.
"Turquía es un país donde gente de diferentes culturas vive en paz; ningún plan traidor conseguirá arruinar nuestra unidad y nuestra convivencia", proclamó Erdogan en su intervención pública. La llamada cuestión armenia envenena las relaciones del Gobierno de Ankara con los países donde se asienta la diáspora armenia, que batalla por el reconocimiento internacional del genocidio armenio. Desde 1915 hasta 1917, hasta un millón y medio de civiles armenios cayeron exterminados en Anatolia a manos de tropas imperiales turcas o camino de un espantoso exilio hacia los actuales Líbano y Siria. Las autoridades otomanas responsabilizaron entonces a los armenios de actos de colaboración con países enemigos, como Rusia, en plena I Guerra Mundial. La moderna Turquía, nacida de la derrota otomana en el conflicto, niega la existencia de un genocidio y sólo reconoce, como actos de guerra, las muertes que se produjeron en aquella época en enfrentamientos armados entre grupos nacionalistas turcos y armenios.
Dink había sido procesado en varias ocasiones en virtud del polémico artículo 301 del Código Penal turco, el mismo que sirvió para encausar también a Pamuk en 2005, que prevé penas de hasta tres años de cárcel por "insultar la identidad turca". La última vez, en julio del año pasado, fue sentenciado a seis meses de cárcel, pero la condena quedó en suspenso. Los nuevos casos que pesaban sobre el periodista armenio amenazaban con hacer inevitable su ingreso en prisión. El Gobierno de Ankara se comprometió ante la Unión Europea a reformar el Código Penal para garantizar la libertad de expresión, pero la suspensión parcial de las negociaciones en varios capítulos, impuesta por Bruselas el pasado diciembre a causa de la negativa turca a mantener relaciones diplomáticas y comerciales con Chipre, país miembro desde 2004, parece haber congelado el proceso de conversaciones de adhesión en su conjunto.
Turquía vive, además, en vísperas electorales. El Parlamento, controlado por los islamistas moderados, debe designar en mayo al nuevo presidente de la república, un puesto al que aspira el propio Erdogan. El poderoso Ejército turco, sin embargo, se niega a ceder el último eslabón de control del Estado laico a un mandatario con marcadas raíces islámicas.
EL PAÍS - Opinión - 20-01-2007
El periodista turco Hrant Dink era un hombre inmensamente valiente como director de un semanario armenio en Estambul. Dink era un destacado intelectual de ciudadanía turca y el más importante de nacionalidad armenia en Turquía, así como un valedor de la honestidad y la libertad de pensamiento y expresión como instrumentos para dirimir y solucionar conflictos políticos presentes. Pagó esta valentía con meses de cárcel y procesamientos diversos. Y sin embargo ahora, tras su trágica muerte ayer bajo los disparos de unos sicarios ante la Redacción de su semanario, toda la Turquía decente, no sólo la pequeña comunidad armenia concentrada especialmente en Estambul, debería guardar luto y considerar su muerte como una tragedia nacional. Como lo debe hacer Europa y todos cuantos crean en la palabra y la libertad.El primer ministro Erdogan ha anunciado ya dos detenciones y calificado este crimen como una "traición al pueblo turco". Esto le honra, pero no será suficiente. Durante casi tres décadas los periodistas han sido en Turquía el objetivo favorito del terrorismo de los extremistas de derecha y de izquierda, tantas veces infiltrados y condicionados por fuerzas exteriores deseosas de desestabilizar a este miembro de la OTAN vecino de Irak, Rusia, el Cáucaso y los Balcanes.
Los que le han matado pueden ser los mismos que amenazan de muerte al premio Nobel de la Paz Orhan Pamuk. Son los nacionalistas que intentan mantener a Turquía cautiva de su trágica historia con el negacionismo de la matanza de armenios de 1915. Esta obsesión del ultranacionalismo turco es inútil y venenosa en su contumacia, además de nefasta para la candidatura al ingreso en la Unión Europea. Es tan cierto que murieron cientos de miles de armenios en una operación genocida del Ejército de un desarbolado Estado turco como que más de cinco millones de judíos murieron bajo el nazismo alemán. Negar estos hechos es incluso delito en algunos sitios -algo claramente discutible-, pero es, en cualquier caso, estúpido e inútil en todos. Turquía es una gran nación que surgió de las cenizas del gran imperio otomano y sus ciudadanos actuales tienen la misma responsabilidad en dichos crímenes que los alemanes de hoy: ninguna. Pero sí tienen la asignatura pendiente de reconocer su pasado para no ser manipulables en su futuro. Dink cumplió, en este sentido, con su deber. Lo ha pagado con la vida. Erdogan aún no cumple del todo con suficiente honestidad ante la historia y el futuro.

El Enviado de Dios (otro artículo sobre Kapuscinski)

Ha muerto Kapuscinski. Desaparece un maestro esencial para los periodistas de varias generaciones, que habitualmente suelen ser contemporáneos nuestros. Ya no vendrá a inaugurar el curso de la Escuela de Periodismo UAM/EL PAÍS, como había prometido. Hace aproximadamente un mes recibimos un fax suyo desde Varsovia diciéndonos que este año tampoco podría acompañarnos, pero sus excusas hablaban de trabajo, no de enfermedad. Firmaba "Ricardo", como siempre. Por alguno de sus amigos más cercanos sabíamos de las complicaciones de su salud, pero no hasta el punto de considerar que eran irreversibles.Recientemente falló a otra cita con los patronos de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que preside Gabriel García Márquez, y desde Cartagena de Indias hablaron con él a través de videoconferencia. Tampoco en esa ocasión imaginamos que su ausencia se debiese a otra cosa que los compromisos: sus reportajes y sus libros. La mutua admiración periodística y literaria entre García Márquez y el reportero polaco se plasmó en los talleres de periodismo que dio a principios de este siglo en algunas capitales latinoamericanas. Fruto de los mismos fue un libro que representa mejor que cualquier otro (quizá con Los cínicos no sirven para este oficio) esa mezcla de la propia vida, el trabajo y el ocio que ha sido la principal característica de la práctica periodística de Kapuscinski. Ese libro, que se titula Los cinco sentidos del periodista (estar, ver, oír, compartir, pensar), no tuvo una edición venal pero se ha distribuido por miles entre los alumnos de talleres, encuentros prácticos y seminarios que tuvieron la suerte de contar con un maestro como el polaco. Es en este texto en el que Kapuscinski nos da la clave de su éxito, hasta ser calificado como el mejor reportero del siglo XX: el periodismo es una actividad en la que hay que medir las palabras que usamos, porque cada una puede ser interpretada de manera malévola por los enemigos de la gente de la que escribimos; desde este punto de vista nuestro criterio ético debe basarse en el respeto a la integridad y la imagen del otro. Porque "nosotros nos vamos y nunca más regresamos", pero lo que escribimos sobre las personas se queda con ellas por el resto de su vida. Nuestras palabras pueden destruirlos. Y, en general, se trata de gente que carece de recursos para defenderse, que no puede hacer nada.
Aquí se manifiesta con nitidez el protagonista principal de la mayor parte de la obra periodística de Kapuscinski: la gente del continente africano, que tantas veces recorrió antes y en la época de la globalización, justo cuando África dejó de interesar al resto del mundo. En Ébano, una de sus obras canónicas, "el enviado de Dios", como le calificaba John Le Carré (cuya última novela, La canción de los misioneros, también transcurre en África, así como El jardinero fiel), se sumerge en el continente que apenas existe rehuyendo las paradas obligadas, los estereotipos y los lugares comunes; vive en las casas de los arrabales más pobres plagadas de cucarachas y aplastadas por el calor; enferma de malaria; corre peligro de muerte perseguido por los guerrilleros; tiene miedo y se desespera. Pero llega el primero y escribe este testimonio incomparable. Fue a África por primera vez en 1957 y luego, a lo largo de medio siglo, volvió cada vez que se le presentó la ocasión.
Tuvimos la suerte de convencerle para que colaborase en EL PAÍS. Las últimas conversaciones periodísticas con Kapuscinski estaban teñidas de la incertidumbre que hoy acongoja al futuro de los medios de comunicación tradicionales. Pensaba que la revolución tecnológica no debía hacer olvidar los procedimientos tradicionales del mismo. "No sea que por miedo a morir nos suicidemos", decía. Opinaba que es paradójico que se nos diga que el desarrollo digital de los medios de comunicación ha conseguido unir a todas las partes del planeta en la globalización (lo que no es cierto porque todavía hay cientos de millones de personas que no tienen contacto con los medios, que viven fuera de su influencia) y, al mismo tiempo, la temática internacional cada vez ocupa menos espacio en esos medios, ocultada por la información local, por los titulares sensacionalistas, los cotilleos, los personajillos y toda la información mercancía.
Entre las notas que conservo de uno de sus seminarios más recientes, un joven le preguntó cuál era el principal riesgo que corre el periodista en el ejercicio de su profesión. Y Kapuscinski responde: el principal peligro es la rutina. Uno aprende a escribir una noticia con rapidez, y a continuación corre el riesgo de estancarse, de quedarse satisfecho con ser capaz de escribir una noticia en una hora, convencido de que eso es todo lo que requiere el periodismo. Ésta es una visión nefasta de la práctica profesional. El periodismo es un acto de creación. Su última lección.

Muere Kapuscinski, un modelo de periodista

Reproducismo a continuación la Tercera de ABC sobre la muerte del periodista polaco, Ryszard Kapuscinski, firmada por Alfonso Armada, que nos ha enviado un alumno de la asignatura.
El honor perdido del periodismo
CUANDO por fin consiga poner los pies en Addis Abeba aguzaré el oído para escuchar el ladrido de los perros de los que habla Ryszard Kapuscinski en «El emperador», un libro que a través de los siervos, aterrados, humillados y ofendidos de Haile Selasie, retrata una pesadilla contemporánea, la del poder en una encarnación extrema. Un mundo atroz que parecería pura novela si no fuera porque su autor no necesitó inventar nada, sino acercarse a los que sabían para preguntar y transcribir estampas que Franz Kafka hubiera reconocido y celebrado. Lo devoré entre el 21 y el 24 de mayo de 1998, mientras viajaba entre Kigoma, en Tanzania, y Bujumbura, la capital de Burundi, ámbitos explorados minuciosamente por Kapuscinski, que hizo de África uno de sus territorios favoritos. Kafka se limitó a imaginar algunos horrores perfectamente humanos, pero antes y después ha habido muchos seres dedicados a perfeccionarlos. La jugosa primacía de la novela sobre la realidad, un sujeto mucho más trabajoso e indomable que la fantasía, hace que se postergue en el escalafón a quienes como Kapuscinki se empeñaron en el relato de los hechos, un oficio que requiere siempre de otra agotadora vuelta de tuerca que muy pocos están dispuestos a dar, y más cuando hay que enfangarse en caminos de los que nunca se sabe si se va a poder salir ileso, y de donde en cualquier caso nunca sales del todo incólume. Su primer viaje a África lo hizo el reportero de la agencia de noticias PAP en 1958 y, como imaginaba, no se aloja -como la inmensa mayoría de los enviados del primer mundo- en hoteles que son calco de Occidente y por lo tanto islas frente a la realidad, sino en una balsa, pensiones pegadas a la miseria. Cuando se internaba no iba cargado de prejuicios, sino con los ojos y los oídos abiertos de par en par, dispuesto a hablar y a sentarse a beber en los bares africanos, que son faro y eje de la verdadera vida social, bares donde a Patricio Lumumba le gustaba hablar y convencer.
En otro de esos libros que arrojan luz sobre las múltiples facetas de nuestra ignorancia, titulado «El sha o la desmesura del poder», nos encontramos a Kapuscinski abrumado en su habitación de Teherán con la cama desbordada de fotografías, periódicos, libros y cintas magnetofónicas. Asomado al desastre iraní que acabaría por abrir la puerta a Jomeini y sus almuédanos, Kapuscinski escucha y luego describe como lo haría un miniaturista, y lo hace como quienes si no contaran dejarían de respirar: apasionadamente. Kapuscinski conoce el terreno que pisa, porque antes de emprender el viaje se ha empapado hasta la médula de la geografía y de la historia, ha leído, estudiado y escuchado, para luego seguir leyendo, estudiando y escuchando. Kapuscinski tenía lo que hay que tener para ser un extraordinario reportero: humildad para ponerse a la altura de los ojos de su interlocutor, soberano o enterrador; la exactitud de un entomólogo, un historiador o un astrónomo, «para que ningún lector pueda corregirte y demostrar que no sabes de qué hablas, dejarte en evidencia y en entredicho todo lo escrito»; curiosidad insaciable (cómo si no iba a volver a perderse una y otra vez bajo soles como espinas, fríos como sierras); valor para ponerse a prueba jugándosela donde ya no queda nadie para contarlo, nadie con un altavoz donde propagar lo que se ha visto y no se pierda, sufrimiento inútil, dolor derramado para nada; compasión hacia quienes no sólo suelen sufrir la historia, y mucho menos para hacerla suya, para cambiar su destino; resistencia frente a las adversidades, los flacos presupuestos, la desidia o la pereza de los jefes alejados de los campos de batalla o de los campos de algodón; perseverancia para comprobar hasta el último rasguño y el último dato, para que no quede el relato cojo, incompleto, falso por ese mal tan extendido que deduce que «da lo mismo», cuando ahí reside el principio de nuestro deshonor, y estilo: el de su alma, la de un hombre cercano capaz de encender hogueras de palabras que calientan e iluminan más que el fuego.
Porque no era cierto que el sueño de la razón engendre monstruos, sino que es precisamente cuando nos adormecemos, cuando dejamos que la sinrazón se apropie del discurso, quien aguija a la bestia que todos atesoramos. Fue Arcadi Espada el último en hacerse eco de esa verosímil lectura de la pintura de Goya que tantas ebrias interpretaciones ha venido cosechando para nuestra desgracia. El mismo Espada que extrajo de una entrevista con Kapuscinski su desolador diagnóstico del estado del periodismo: «los medios han difundido la consigna, la lucha no da resultado». Es decir, que es inútil resistirse, no hay nada que hacer, estamos ya vencidos de antemano. A pesar de esa pesadumbre, Ryszard Kapuscinski ha seguido escribiendo como Nadiezdha Mandelstam, «contra toda esperanza».
No era comunista, pero en su escritura se rastrea la profunda indignación moral que provoca la injusticia. No la pena, no la lástima que tasa desde una peana moral, de un paternalismo eurocéntrico que Kapuscinski desdeñaba. Tampoco desde una elaborada estética, sino partiendo de una cualidad esencial, la que le hacía mimetizarse con la materia a tratar. La que le hacía volver una y otra vez al mismo hotelucho de Accra, lejos del resplandor del poder y de las camadas de colegas que caen sobre un asunto como perros de presa y luego lo abandonan a su suerte. Kapuscinski se quedaba cuando ya no quedaba nadie, que es cuando de verdad empiezan las historias, cuando los crímenes ocurren sin testigos, cuando las víctimas mueren en silencio, en ese olvido que está urdido por nuestra comodidad, entretenida en el asunto que más nos interesa: nosotros mismos.
Al polaco le gustaba hablar de Heródoto como su maestro, primer periodista de la historia. No en vano descubrió que no hay un solo mundo, sino muchos y que «cada uno es único. E importante. Y que hay que conocerlos porque sus respectivas culturas no son sino espejos en los que vemos reflejada la nuestra». Sin embargo, es Alexander von Humboldt quien más me recuerda a Kapuscinski. Sabio humilde, dotado de una curiosidad inagotable, emprendió en 1799 un viaje de 10.000 kilómetros por el sur y el centro de América. Era capaz de sentarse junto a un indio durante horas y preguntarle por sus dioses y sus cultivos, su conocimiento de las estaciones y de los pájaros, sus habilidades y sus miedos. Tenía alma de reportero, como a quien se le rompió la pluma el martes en Varsovia.
Para una admirable editora del norte mexicano, Ninfa Deándar, «la esencia del periodismo es la búsqueda de la verdad». Su padre, un regeneracionista convencido de la utilidad de los periódicos para mejorarnos, le hacía leer «El Quijote» una vez cada cinco años. Según doña Nifa, «Cervantes es periodismo puro. Don Quijote fue a entrevistar a todo su pueblo». ¿Qué hacía si no Kapuscinsky cada vez que se perdía en el «planalto» angoleño, las lindes salvadoreñas, el desierto persa, la tundra siberiana? Buscar las voces que configuran lo que somos, rostros que gracias a su incansable pesquisa se nos han vuelto desesperadamente prójimos. En uno de sus últimos artículos, «Al encuentro del Otro», este polaco empeñado en dar al periodismo el fulgor que tuvo cuando aprendíamos a conocer el mundo y a nosotros a través de los periódicos, recuerda quiénes son los que llegan al puerto de los Cristianos, al desierto de Arizona, a los muros coronados de cristales rotos: «Los mitos y las leyendas de muchos pueblos y tribus rezuman la convicción de que sólo nosotros -los miembros de nuestro clan, de nuestra comunidad- somos seres humanos; todos los demás son infrahombres, como mucho, o cualquier cosa menos personas. Lo que mejor expresa esa actitud era una doctrina de la China antigua: el no chino era considerado como excremento del diablo o, en el mejor de los casos, como pobre desgraciado que ha tenido la mala suerte de no haber nacido chino. En consecuencia, ese Otro era representado como perro, rata o reptil. El «apartheid» fue y sigue siendo una doctrina de odio, desprecio y repugnancia hacia el Otro, el extraño. ¡Cuán diferente aparece la imagen del Otro en la época de creencias antropomórficas, cuando los dioses podían adoptar el aspecto humano y comprometerse como personas! Pues en aquellos tiempos, nunca se sabía si era dios u hombre el viajero o el peregrino que se acercaba. Esta inseguridad, esta intrigante ambivalencia, constituye una de las fuentes de la cultura de la hospitalidad, que exige un trato magnánimo al visitante, un visitante cuya naturaleza no acaba de ser reconocible».Acababa de volver de Somalia cuando un «sms» me partió la cara. Era del compañero de viaje a uno de los lugares más desgraciados y olvidados de la Tierra, fotógrafo catalán nacido en la madrileña calle O´Donnell, Juan Carlos Tomasi: «Día de luto. Ha muerto Kapuscinski», acompañado de una frase para los que siguen pensando que la lucha por acercarse a la verdad no puede ser inútil, no debe, tiene que dar resultado, hacernos menos idiotas: «El fracaso del hombre es su incapacidad de entender lo diferente».